MIRIAM LOZANO – DAN GIL 02/25

CATA A CIEGAS

He conocido a Miriam durante veinticinco años. Al principio, no hablábamos mucho. Su inglés era inexistente y mi español… bueno, sigo trabajando en ello. Pero no necesitábamos palabras. Sus fotografías — en especial los retratos — siempre decían lo que tenía que decirse. Y con el paso de los años, mientras las fotos familiares y los recuerdos de amigos iban y venían de las paredes de mi casa, las que se quedaron fueron, en su mayoría, las suyas.

Así que, hace cuatro años, tuve una idea que no podía sacarme de la cabeza — un destello de inspiración. Sugerí que Miriam podría querer hacer algunos retratos de los jóvenes viticultores con los que trabajo. Ya sabes, mezclar el mundo del vino con el arte. Ver qué podría salir de ese pequeño coupage.

Ahora bien, aquí hay un truco que he aprendido con el vino: la mejor manera de probarlo sin dejar que mi cerebro se descontrole con todo el tipo de tonterías pretenciosas que suelen acompañarlo: lo hago a ciegas. Sin etiquetas. Sin nombres. Solo el vino y yo, en nuestro pequeño mundo, sin prejuicios que estropeen las cosas. No tengo nada en contra de los famosos productores de vino del mundo ni de sus etiquetas elegantes, pero prefiero dejar que mis papilas gustativas hablen, no el murmullo del mundo del vino.

Decidí hacer lo mismo con Miriam. La introduje en el mundo de los viñerones — a Luis, Aida, Carlos, Juanjo, Ponce, Alberto, Javi y Violeta, sus viñedos, sus bodegas, su charla inagotable sobre poda, tipos de suelo, lluvia, levadura salvaje. La arrastré a ella, a ciegas. O al menos, tan ciega como se puede estar cuando sigues sosteniendo una cámara e intentando hacer fotos.

Su respuesta fue exactamente la que esperaba. Sin prejuicios. Sin ideas preconcebidas sobre cómo debería ser el mundo del vino. Solo ella y su cámara, reaccionando al mundo que veía, sin el equipaje que yo había arrastrado conmigo. ¿El resultado? Una especie de cata a ciegas. Una instantánea de un mundo visto por lo que es, no por lo que se supone que debe ser.

Tardamos cuatro años en terminarlo. Cuatro largos años. Seis bodegas en Valencia, Alicante, Castilla-La Mancha y Jumilla. Tiempo de sobra para hablar de vino, sí, pero también de la vida — y, por supuesto, de la pandemia que interrumpió todo. Y también hablamos de cosas personales. Porque, ¿qué más haces cuando estás atrapado en una furgoneta, viajando de una bodega a otra? Así que, aquí estamos. Un proyecto. Cuatro años en gestación. Y tal vez signifique algo, o tal vez no. ¿Quién sabe? Pero creo que tiene algo de hermoso.

Un vino es, supongo, algo así como una fotografía. Un momento capturado. El vino se mueve en tu boca como un recuerdo que no quiere ser olvidado. Tomas un sorbo y de repente, bam, sientes cosas, de alguna manera este jugo fermentado nos hace sentir vivos.

En fin, el vino es una instantánea de un momento y lugar, pero en lugar de hacer clic con una cámara, alguien recogió un racimo de uvas en el momento justo, luego las convirtió en algo que podría hacerte sentir como si volvieras al verano cuando la lluvia no apareció y todo parecía un viejo sueño del desierto. El suelo, el clima, las manos quemadas por el sol de las personas que recogieron esas uvas, todo está ahí, girando juntas en una pequeña botella. Es una mezcla de tierra, sol y decisiones, muchas decisiones.

Y esa es la cosa con el terroir. Palabra aterradora, ¿verdad? “Terroir”. Es la forma francesa de decir: “Este vino no surgió por accidente, ¿sabes?” El terroir es todo el maldito paquete: el suelo, el clima, la forma en que el sol besó las uvas en ese martes particular de 1997, y la tierra que se pegó a las botas de las personas que las recogieron. Todo lo que hizo que esa botella de vino supiera cómo lo hace. No son solo uvas. Es historia. Es geografía. Es ciencia, naturaleza y magia.

La temperatura del lugar — si es lo suficientemente caliente como para hacer que las uvas crean que están de vacaciones o lo suficientemente fresca como para dejarlas descansar por la noche. El suelo — el tipo de tierra que no se encuentra en cualquier parte. Arcilla, caliza, grava, cada una con su propia personalidad. La pendiente del terreno — si tiene un buen ángulo, recibe más luz solar, más sabores concentrados. Si está en la cima de la colina, puede que tarde un poco más en madurar, pero cuando lo hace, está en su punto. Y no olvides los microclimas — esos pequeños rincones ocultos del mundo que hacen que las uvas maduren a su propio ritmo, como si tuvieran sus propios horarios personales.

Todo ello, la infinita complejidad, se vierte en esa botella. Esa botella que, si tienes el momento justo y la copa adecuada, podría darte un sorbito de un momento único en tiempo y espacio. No es solo una botella de vino, es un mapa del mundo que puedes beber.

Pero aquí está el problema, cuanto más aprendes, menos entiendes. Empiezas a ver cuánto no sabes: esa variedad de uva, por ejemplo, se comporta de manera diferente en dos colinas separadas por un solo kilómetro, dependiendo del drenaje del suelo, las corrientes de aire o Dios sabe qué más. Y te das cuenta de que, si no tienes cuidado, puedes caer en la trampa de intentar analizar el vino como si fuera una ecuación, como si entendiendo todas las variables pudieran captarlo. Pero ahí es donde reside el verdadero misterio. No está en el conocimiento. Está en la paradoja de no saber— del vino que constantemente se te escapa. Y te preguntas si eso es lo que hace tan hermoso el arte de hacer vino — porque al final, cuanto más aprendes sobre ello, menos entiendes realmente. Te quedas con la paradoja del conocimiento: te da más preguntas que respuestas.

Dan Gill

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